martes, 12 de noviembre de 2019

Todo lo hizo y lo hace bien

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Frente al "dios chapucero" y el "dios castigador" al que todo le sale mal y reacciona aplastando a su criatura, yo solo creo y predico un Dios Amor que TODO lo hizo y lo hace bien.


Cuentan que a los novicios de antaño les ordenaban plantar las lechugas boca abajo para probar su obediencia. Hoy esta anécdota histórica nos hace sonreír. Sin embargo, en la formación religiosa actual, todavía se insiste en consejos estereotipados y fuera de época que se oponen al sentido común.

Ayer mismo -por ejemplo- mi profesora de Teología Mística, una santa anciana, inteligente, laica, madre de ocho hijos y abuela interminable, insistía en el olvido de sí mismo para avanzar por las moradas del castillo interior y llegar a la santidad.


Al terminar la clase, me acerqué y le susurré al oído: ¿Sabes que la Sicopedagogía actual afirma que la plenitud consiste en llegar a ser uno mismo? Me contestó con una evasiva. Lo entiendo, no podemos cambiar la mentalidad de nuestras abuelas. Pero tampoco podemos pretender que los hombres de hoy acepten las lechugas invertidas del pasado.

¿Cómo puede uno olvidarse de sí mismo, machacar el yo, anularse, desaparecer? ¿Quién es, entonces, el sujeto de la santificación propuesta? ¿No habrá que reivindicar con urgencia el "yo" -monosílabo maldito- tan maltratado y mal entendido por muchos autores religiosos? ¿No habrá que distinguirlo del "ego" (falsa imagen) ese fantasma invasor que suplanta y arruina precisamente al yo?

¿Cómo podemos concebir un "dios" que sólo crece a costa de nuestro sufrimiento y la ruina de nuestra personalidad? Comprendo que el lenguaje de algunos santos recoja la influencia de su época y los errores bien intencionados de su ambiente.

Pero es muy poco comprensible la rígida inercia que nos hace repetir consignas y conceptos contrarios a la realidad de la vida y a los signos de los tiempos. Si queremos llegar a nuestros coetáneos, tenemos que hablar en positivo para hoy y ahora. Tenemos, por ejemplo, que ayudar a descubrir el yo, a construir la personalidad, a vitalizar más que a mortificar, a elevar la autoestima, a fortalecer la voluntad, a usar la libertad, a cuidar el cuerpo. Es decir, a vivir en orden y valorar la persona.

Seguimos pensando que al Creador le salió una chapuza y olvidamos la Escritura: "creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó" (Gen 1,27). Y subraya: "Vio Dios todo lo que había hecho y he aquí que todo estaba muy bien" (Gen 1,31).

Sin embargo, insistimos en tener al ser humano bajo sospecha. No caemos en que, al borrar al hombre, borramos la "imagen real" de Dios y levantamos entelequias.

El que no encuentra lo admirable de la criatura humana -propio y ajeno- es imposible que la ame. Y el que no ama a la criatura humana -empezando por uno mismo- no puede amar a Dios: "El que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios al que no ve" (Jn 4,20).

El camino para descubrir a Dios es el descenso al ser del hombre, ahí donde no llega la contaminación, donde todo es positivo porque el mismísimo Creador lo constituye y dinamiza. Juan de la Cruz lo expresó: "¡Oh cristalina fuente / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados!" (Cántico espiritual, v.11).


No podemos seguir pensando que Dios es un alfarero fracasado al que se le quemó su primer cacharro. El Padre, "que tengo en mis entrañas dibujado", todo lo hizo bien.

Nos creó con todas las potencialidades para llegar a la plenitud, es decir, a la felicidad. Pero nos creó a su imagen y por tanto libres. Como Padre amantísimo nos hizo partícipes de sus dones, incluso de su libertad.

Esa es nuestra grandeza y también nuestro riesgo. Podemos hacer lo que queramos, incluso despeñarnos. Podemos elegir ser hijos pobres de un padre millonario. Lo cuenta con detalle la "parábola del hijo pródigo".

Nunca, nunca, reprobó el Creador a su criatura, ni la olvidó, ni la abandonó, ni la castigó. Esos son mitos de una religión ancestral e inmadura. Somos nosotros los que nos construimos o nos arruinamos con nuestras opciones. Y, como vivimos en grupo, nuestras decisiones afectan irremediablemente a los otros.

Lo que conduce a la plenitud (santidad) es la opción por ser uno mismo, por desarrollar todas nuestras potencialidades, por encontrar y desplegar "la misión" concreta para la que estamos hechos. "Ser uno mismo es llegar a ser lo que descubrimos que somos en lo más profundo de nuestra persona". No tiene nada de egoísta o idolátrico. Del ser -instancia más íntima de la persona- brota precisamente la "apertura a los otros" y la "entrega de uno mismo".

A ser uno mismo y desarrollar nuestra personalidad nos llama el Evangelio: "sed perfectos…" (Mt 5,48) con la utilización de todos nuestros dones, como enseña la parábola de los talentos: "negociad mientras vengo" (Lc 19,13). A conocernos y desplegar nos llama Pablo: "no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios gratuitamente nos ha dado" (1Cor 2,12).


No hay que temer que un humanismo así se detenga en el hombre. Toda persona es un pozo sin fondo, está abierta a la Transcendencia, late en ella la "imagen y semejanza", la nostalgia de la Madre que la amasó en su corazón.

Aunque me aleje de la profundidad, aunque tapone el pozo de agua limpia con mis desastres, no podré evitar la llamada a ser más y mejor, la dulce voz de paz y seguridad. Me emociona, cada vez que lo recuerdo, aquel verso de un agnóstico confeso: "Dios oscuro ven, no hace falta que digas nada…"

Si queremos ser coherentes, hay que desterrar de nuestra Iglesia el lenguaje trasnochado, clerical y absurdo, que patentiza la desconfianza en la obra de Dios. No podemos seguir repitiendo benevolentes consignas raídas por la rutina. Ni abusar de grandilocuencias, florilegios, abstracciones y principios de autoridad. Nos engañamos al evadirnos de la realidad y evocar un "dios" teóricamente bueno pero inaccesible, abstracto, exigente, mortificante, ausente y silente. He aquí una de las graves dificultades de nuestra Iglesia para llegar al pragmático hombre de hoy.


Es increíble y aberrante que la mayor parte de las oraciones oficiales sean "instrucciones a Dios" para que haga esto o aquello. Sin caer en la cuenta que la oración es "relación y contacto" para reforzar y motivar la "humanidad" que ya llevamos dentro y conseguir completarla.

Él ya nos entregó todo, lo hizo todo bien y lo hace todo bien, sin que nosotros le recordemos "sus deberes". Es incoherente y anticristiano que pretendamos "mover a Dios", como si fuera una marioneta, con los hilos de nuestras insistentes peticiones. Lo que aparenta ser un signo de fe es, en realidad, una garrafal ausencia de fe (confianza) en que Dios es Dios y todo lo hace bien sin que nosotros le demos "instrucciones" (peticiones). Somos nosotros los que tenemos que "movernos" y no Dios. Y justamente eso es lo que deberíamos buscar en nuestra "relación con Él".

Menos volver la cabeza y más atrevernos a mirar dentro y al frente. Atrevernos a soñar con una Iglesia -pueblo caminante- en la que prioricemos la construcción y reparación del ser humano concreto, real y actual. En la que comencemos recuperando la fe en el hombre, hechura de Dios.

"Somos pordioseros dormidos sobre riquezas inconmensurables, desvanecidos sobre un manantial de energía, paralizados sobre una corriente de vida. Dormimos sobre tesoros, sobre pozos de energía, sobre un volcán de creatividad, sobre reservas increíbles de amor verdadero" [1]

Necesitamos una Iglesia con menos andamio intelectual para subir al cielo -como en Babel- y más bocamina para, por fin, descender humildemente a las entrañas de la persona y recuperar el rostro de Dios, esa "imagen" que Él nos grabó al engendrarnos.

No repitamos el error de Agustín: "Tarde te amé / Hermosura tan antigua y tan nueva / Tarde te amé / Y es que Tú estabas dentro de mí y yo fuera / Y por fuera te buscaba".

Necesitamos atrevernos a soñar, sí, con el día en que los eclesiásticos -verdaderos testigos despojados de todo poder- ayuden a sus hermanos a descubrir al Hijo del Hombre, al Humano, con el "mapa de humanidad" -su buena noticia- en las manos.




[1] André Rochais: Sacerdote católico francés, sicopedagogo y fundador del organismo de formación PRH, Personalidad y Relaciones Humanas (www.prh-iberica.com).



3 comentarios:

Antonio Manuel dijo...

Negarse a si mismo, es también negar al prójimo. De la frase de Jesús: "... " El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame..." parece que los teólogos se quedaron solo con lo de "niégate a ti mismo", olvidándose de "seguir a Jesús". Uno fortalece su "yo" si también ayuda a fortalecer los "yo" de sus semejantes.
Desconozco cuáles son los planes de enseñanza en los Seminarios; en cualquier caso, la enseñanza no debe basarse en la "obediencia ciega a la letra, al rito, etc.". En mi opinión, allí ha de presentarse a Jesús, y al conocerlo, hacer sitio a Dios en el corazón, así serán templo del Espíritu Santo; y "servir al semejante" ha de ser el primer principio de su actitud; en torno a esto ha de girar toda la formación de los futuros pastores de "almas".

regue dijo...

"Ver a Dios en la criatura, ver a Dios en carne mortal..."Reza un himno de Laudes. El camino hacia Dios pasa por el hombre, empezando por uno mismo, como muy bien expresas Jairo.
Quien no es capaz de ver esto está ciego, y "si un ciego guía a otro ciego acabarán los dos en el hoyo". Por ello es muy necesario y urgente que la formación en los Seminarios sea más incidente en el humanismo cristiano y menos en la teología especulativa o en la espiritualidad desencarnada, para que no salgan tan preocupados por el rito y los "trapitos" y si mucho por el ser humano concreto y real que necesita que le ayuden a descubrir al Dios que le habita. Un abrazo

Daniel Patiño dijo...

Muy Valiosos tus comentarios, nos hace reflexionar.

Respecto de los Teólogos-Místicos en que es necesario el olvido de sí mismo para avanzar en el camino del encuentro con el Absoluto, como el caso de ese camino de las moradas del castillo interior para llegar a la Santidad.

Creo que sí hay que combatir al YO, a ese dominante "YO FALSO" (al EGO-Falso), egoísta, auto-referenciado, soberbio, ignorante, frágil, mundano, corrupto,... Combatiéndolo, podremos liberar y hacer renacer ese otro yo, con minúscula, el "yo VERDADERO", aquel que también heredamos de nuestros padres, aquel que se paseaba por el Edén y podía ver cara a cara a Dios, aquél que fuimos antes del pecado original. Eso puede suceder porque alguien pagó por la deuda, por el rescate, y se llama Jesús, Hijo de Dios Vivo. Y a través de Él y de su Espíritu podemos combatir ese YO-Falso, transformarnos, convertirnos, y hacer renacer ese “yo santo”. Y así alcanzar un “nuevo hombre” en Cristo Resucitado.

Lo podríamos ver un poco más claro haciendo una analogía con mi campo de trabajo.

Llevándo todo esto al plano de la computación, podríamos decir que el pecado original fue el virus que corrompió todo el sistema operativo, corrompiendo ese “yo verdadero”, transformando en un “YO-Falso. Lo corrompió, y con ello el cuerpo y el alma, todo el ser. Ese “virus”, inclusive afectó y desarmonizó a toda la creación. Dios envió a su Hijo, Jesús, (“El Antivirus”) y su Espíritu Santo trabaja en limpiarnos de este virus original conseguido en la caída. Sólo después de esta vida alcanzaremos la limpieza plena, liberando plenamente a ese yo-verdadero y puro. Pero además, Dios es tan bondadoso y amoroso, que esa purificación plena vendrá con un premio mayor, la obtención de una nueva versión de todo nuestro SER, que es mejor que el original (que aquel que caminaba por el Edén), un nuevo cuerpo recreado en Cristo Jesús Resucitado (como su Cuerpo Resucitado)..... que es "mucho mejor que la versión antigua" del principio de los tiempos.

Bendiciones!!

Amar a la Iglesia es ver y curar sus heridas

Lo primero es pararse y examinar las heridas ¿Quién la defiende mejor el que calla y se hace cómplice o el que ve sus heridas e intenta cont...