Tendría aquella preciosa niña
unos seis años. En apenas unos segundos saltó la valla, tropezó y rodó por el
parterre inclinado del parque hasta un grueso pino. Su mamá, aterrada, corrió hasta
ella, la levantó, la examinó, la consoló y secó sus lágrimas. Fue después
cuando la oí decir: ¿Lo ves? ¡Dios te ha
castigado por desobediente!
Me acerqué y le dije con una sonrisa: ¡No mujer,
no! Dios no castiga, somos nosotros los
que cometemos imprudencias, errores, malas decisiones. Y, naturalmente,
sufrimos las consecuencias. Él actúa como tú has actuado: socorre, abraza y
consuela cuando, por nuestra estupidez, nos herimos.